Reflejos

De noviembre 7, de 2019, al 8 de marzo de este año, el Antiguo Colegio de San Ildefonso albergó 501 piezas del singular corpus escultural de Alejandro Santiago, 2501 Migrantes, tan inasible como sólida composición plástica en barro acerca del fenómeno de la migración y de los migrantes en sí. El evento, obviado por la voracidad de las agendas culturales, es digno de recordarse por sus implicaciones. Tal es el impacto que deja el encuentro con una figura o la multitud entera de ellas, que hemos decidido que, fotografiados, los migrantes de Santiago atraviesen todas las páginas de este número de Universidades, eternos andantes de un violento imaginario insoportable.

Para acompañar su marcha indignante, inmortalizada ya en varias direcciones, dejamos dos textos que, desde el pensamiento conmovido frente al hecho museístico y el ensueño serenado de un perfil hecho a tragos de mezcal, convocan a la hermandad con un personaje, el migrante, pocas veces considerado, casi nunca admitido en nuestra cotidianidad.

retablo

Los pálpitos de Santiago

Entrevista, Luis Kelly

Etnoperiodismo, Elías Razo Hidalgo

Testimonio realizado el 12 de junio de 2011, recreado en abril de 2020

Un preámbulo

Dos años antes de su partida, ocurrida el Lunes del Cerro de la Guelaguetza del 2013, Alejandro Santiago nos recibió en su casa que era su estudio, taller y Centro Cultural La Telaraña, en la populosa colonia Miguel Alemán, en la ciudad de Oaxaca. Documentaríamos su quehacer cotidiano.

Me había confirmado 10 minutos antes la entrevista para que llegáramos muy temprano, a las 8 de la mañana. Su madre nos abría la puerta e indicaba: “Búsquenlo dentro de la combi, a ver si hace caso”. No entendí a la primera, pero efectivamente estaba durmiendo la mona en una combi botada en el patio. Lo despertamos, le recuerdo nuestra cita, inmediatamente se pone en pie –1.60 de estatura, pelo largo, grueso, muy lacio, entrecano–, huele a óleo y tinturas. Con sus gruesas manos, manchadas de varios colores, enfunda sus huaraches de piel de chivo, “a la medida, compa”, y comenzamos una frenética jornada que, de trago en trago, nos iría contando algo de su trabajo a lo largo de poco más de 15 horas.

Aún no acababa de llegar a su casa, “noche de trabajo y de parranda”, nos dice, “ni modo, compitas, a apechugar la cara y quedarse como conejito soportando el regaño que siempre me dan”, y así lo miman, lo van arropando y lo ponen listo para la entrevista. No deja de repetir refranes mientras lo acicalan, siempre acompasados con su insistente muletilla “cuando es, es; cuando no, no es”, ya a esa hora su voz es muy firme y profunda, su figura recia como su andar.

Siguieron el menudo, las carnitas y los mezcales, nos invitó a desayunar en la Central de Abasto de la ciudad, para vivir la inspiración de su proyecto El golpe, con los diableros del mercado. De ahí fuimos a su rancho El Zopilote, ubicado en Suchilquitongo, Etla, a 20 kilómetros de la capital del estado, en donde sus caballos enfermos pastaban en completa libertad, celosos custodios de los 2501 migrantes, su monumental y ubicuo proyecto escultórico.

En El Zopilote también había montado un taller de creación y ensamblado, como homenaje a su ciudad natal, Teococuilco de Marcos Pérez, poblado zapoteco perdido en el corazón sureño de la Sierra Madre del Sur.

A continuación, se reconstruye la plática en primera persona, con la sensibilidad de su presencia, hecha de ráfagas, como un acercamiento, una ofrenda a la obra y persona de uno de los más completos artistas que el mundo ha conocido.

Buen mezcal y fresco pulque

Mi nombre: Alejandro Santiago. Mi oficio: artista plástico. Hablante del zapoteco de la sierra y el español de Oaxaca. Alguna vez me retuvieron en un aeropuerto porque me confundieron con un lacandón que movía piedras quesque ancestrales: “No jodan, compas, soy un auténtico zapoteca de la Sierra de Juárez, degustador del buen mezcal y el fresco pulque”.

Resorteras, trompos, canicas

Los recuerdos de la infancia son plenos, los llevo palpitantes en mi ser, y, cómo no, si ellos me conducen aún en mis sueños nocturnos y diurnos en la creación de mi obra, para inventar permanentemente el mundo. Esto lo aprendí de mi padre, un luchador social, constructor de las tres escuelas de mi pueblo Teococuilco, un juarista de corazón, y esto otro de mi mamá, a la que veo diariamente hilvanando y deshilando, como lo hacen las mujeres en este país, con ese grito de dolor y esperanza.

Como todo niño crecí con muchos temores y miedos, y los fui perdiendo o dominando cuando me ocupaba. Había algo especial que me hacía ser constructor de cosas: resorteras, trompos, canicas tenían un sentido lógico y funcional para mí. Todo lo que hacía con mis manos me salvaba.

Caza y escuela

Una experiencia muy bonita, que aún me llena, era cuando iba con mi papá de cacería; él poniendo el plástico y la hamaca, me tapaba, me protegía y se iba; yo hacía la fogata, esperando la luna o el amanecer, anhelando su regreso con la carga que había logrado… Fantaseaba con lo que me contaba mi padre de la cacería. Me gustaba pensar en la vida del venado, que siempre pasa por el mismo lugar durante toda su vida, pero si advierte el peligro no vuelve a pasar… Así ensoñaba y me dormía.

Esa etapa de niño era suave, otra cosa muy diferente el ir a la escuela, eso era un terror. La primaria la pasé en mi pueblo, Teococuilco, 5º y 6º en Oaxaca, en el barrio, en la colonia Miguel Alemán. La secundaria no dio ningún resultado, entonces mi hermana me dijo que había una escuela diferente y fui en 3º a inscribirme en el Centro de Educación de Artes, el CEDART.

Ahí, por impulso del director, gané una beca de la embajada de Estados Unidos. De ahí salté al Taller Rufino Tamayo, y después con el maestro Juan Alcázar, que terminó de afinar mis trazos. Entonces, a finales de la década del 70, en medio de los movimientos sociales de la Coalición Obrera, Campesina y Estudiantil del Istmo me dijeron por primera vez que yo era pintor. Y aunque dejé de creer en la militancia política, gracias a esos movimientos es que lo creí y lo soy.

El amanecer

La Sierra era increíble, la niebla, el calor, ir a acarrear agua, pero los amaneceres… Cuando pinto fluye ese amanecer, siento que logro trascender el tiempo mágico con la pintura. Hasta ahora no sé cuál es el límite y trato de que todos los días sean nuevos amaneceres para mí.

Tamayo y la leche quemada

A los 21 años, con la beca de la embajada de Estados Unidos me fui a Nueva York, Boston, Massachusetts, Washington, Santa Fe, caminé por Los Ángeles, San Francisco, volví a Nueva York no sé cuántas veces, me gustó perderme en esas ciudades, y miraba a los paisanos, me inquietaban desde entonces los migrantes. En el Rockefeller Center conocí a Olga Tamayo, me preguntó qué hacía ahí y le mostré mi trabajo, aparentemente nada importante, puras banalidades, pero con eso ella le contó a Rufino Tamayo de mi existencia.

Al maestro Rufino Tamayo lo observaba yo siempre en Oaxaca, de lejecitos. Una vez vi con mucha atención cómo se comía una nieve en La Soledad. Cuando se paró, fui y me senté en su lugar, pedí al nevero que me sirviera de la nieve que había comido el señor, y me trajo de la cara: un barquillo de leche quemada exquisita.

Esa vez me quedé sin dinero, pero comí de la misma nieve de Tamayo, eso fluyó en mí siempre y lo volví a sentir después de años, al llegar a su casa de San Ángel, en México. Me tomó las manos y me llegó el aroma de la leche quemada. Se lo conté con inquietud, miró mi rostro, sonrió y me dijo: “Ahora te voy a mostrar el color blanco que acabo de descubrir”, y me paseó por sus pinceles y sus paletas, los lienzos y el blanco espumoso de amanecer que decía había descubierto recién. Se parecía tanto a la nieve de leche quemada. Lloré de emoción.

Migrar hasta el barro

Después fui a Francia, viví allá varios años, conocí Alemania, Holanda, recorrí sus ciudades y calles, y me volví a perder para encontrarme poco después. Tomé buenos vinos en Pamplona, viví un tiempo en Madrid, de ahí a Argentina, perdiéndome en todo el mundo, a veces se dan las cosas, no las busco, se dan. Si es, es; si no, no es.

Yo migré por mucho tiempo y regreso a mi pueblo Teococuilco, que está en la mera Sierra de Juárez, a la misma altura de Guelatao, pero separados por un tiempo y una distancia económica y cultural de siglos. Ahí la población disminuía, desde entonces, en cada censo, lo único que sigue creciendo es el panteón.

En Teococuilco me dieron ganas de pintar 100 cuadros. Me instalo en la vieja casa de la abuelita y pensé que esa tranquilidad me permitiría concentrarme en la producción, pero el silencio que percibo es escandalosamente perturbador. Me descubro solo, pregunto a las pocas gentes que veo y todas saben lo que yo ignoro, el pueblo está vacío porque la pobreza expulsa a sus habitantes que van en búsqueda de un trabajo en los Estados Unidos. Es cuando decido hacer algo por ellos, por los migrantes.

Consigo un coyote que me lleva a Tijuana, por la mesa de Otay atravesamos el desierto. Era necesario sentir en la piel el pesar de los paisanos, que por necesidad siempre se van para el otro lado. En la frontera cuento las cruces con los nombres de los que no logran sobrevivir este martirio, llego hasta la cifra de 2501, me siento impotente y decido regresar no para hacer cien lienzos de pintura, sino construir en barro esos 2501 migrantes que ni llegaron allá, ni nunca regresaron a su hogar.

Pretendo asociarme con artesanos del barrio de Atzompa, que está alrededor de la ciudad de Oaxaca, para desde ahí surtirme de barro de la región y aprovechar sus hornos, pero no acabaron de aceptar la idea. Por ello adquiero El Zopilote, un rancho en Suchilquitongo, y ahí desarrollo todo el proyecto de los migrantes.

El barro lo consigo en Zacatecas, fueron 350 toneladas, y construyo aquí mismo, en El Zopilote, los hornos a la medida de los migrantes, se merecían ese trato los 2501. Ya ahí van saliendo en proporciones y tamaños disímbolos, como es la población migrante, uniformados en su desnudez, les van saliendo tatuajes en su piel y se ve que van cargando su religiosidad, sus pesares, sus suertes.

Mi idea era mostrar que estamos conquistando ese terreno. No material, sino culturalmente. En 2007 viajan al Fórum de las Culturas en Monterrey, se exponen los 2501 migrantes, y no quedamos mal los mexicanos, se vuelven materiales y entrañables los migrantes que mueren en la travesía del desierto.

Ahora están aquí en El Zopilote, es su casa, descansando. Unos acostados en la tierra, dejándose arropar por la maleza, otros mirando el horizonte, todos con la esperanza de seguir migrando, de dar a conocer su paso por la tierra. Yo sí creo que todos somos migrantes y que todo migra.

El mercado, los diableros

Una buena barbacoa con caldito, picoso y caliente, me sirve para las crudas. Hoy dejé de tomar, pero mañana quién sabe. En mi pueblo se tomaba tepache, el mezcal solo en bodas, ahora ya es un problema social.

Me gusta probar este guiso en la Central de Abasto de Oaxaca, acompañado de un buen mezcal y si se puede un vaso de pulque, soy muy subterráneo, busco el bullir de la gente, las inquietudes de los que preguntan, los aromas, me importa el mercado, ese gran placer.

Así, en el contacto con este enorme mercado, observé a sus trabajadores, los diableros, sangre de este corazón social, sin día de descanso –¿cuánto trabajan, cuándo descansan?–, y pensé en desarrollar un proyecto que le denomino El Golpe, esculturas que se desarrollaran con hierro, madera y vidrio, cuya sombra proyectada por el sol mostraran la actividad cotidiana de los diableros, y al atardecer la sombra opuesta indique el reposo que se dan, brindando con un buen pulque.

Tengo diseñado el espacio para 380 esculturas, que servirán para desarrollar un fideicomiso de fondo de ahorro para que los hijos de los diableros no dejen de ir a la escuela y, tal vez por gusto, no por necesidad, hereden el oficio paterno, pero y sobre todo se formen en el estudio que, creo, los sacará de la pobreza.

Llorar y llorar

De niño lloraba mucho, lloré demasiado. Ahora cada vez que me reencuentro con los míos, con mis recuerdos, vuelvo a llorar. Los recuerdos son la gran cosa, he vivido con mucha intensidad la vida que me ha pasado con esa arrogancia.

Me gusta estar solo, pero siempre que armo un proyecto es para compartirlo. El día que inauguré La Telaraña, mi centro de exposiciones y cultura para apoyar a los jóvenes creadores de Oaxaca, en los terrenos adjuntos a la casa y el taller, lloré. El día que inauguré Los Migrantes, vinieron muchos recuerdos encontrados, así sucede, cuando es, simplemente es, y lloras.

Soy un ejemplo muy malo para mis hijos, pero siempre les demuestro qué hay que hacer por la vida, para eso se existe, tengo un gran legado de trabajo que les heredaré, pero sobre todo la disciplina por el trabajo.

Los antiguos vivían para gozar, yo quiero eso, a veces se da la ocasión y vivo con mezcalitos, con eso controlo mi azúcar, no me gusta tomar por tomar… Me gusta la memoria, por eso a mi mezcalito le digo el platicadorcito, porque con él siempre hay cultura, nunca un vacío.

A Zoila, mi mujer, la conocí hace 25 años en el taller del maestro Juan Alcázar, y desde entonces se volvió mi corazón, nos fuimos a México, Morelia, Guadalajara. Aquí en Oaxaca nacieron mis hijos Lucio y Alejandra. Me han soportado, me regañan todos los días, pero así me doy cuenta que existo, me doy mis tiempos, ¡25 años! Yo cumplo con lo necesario, nunca lastimaría a nadie, mucho menos a la familia, por eso cuando me regañan, simplemente me quedo quietecito, como conejito. Siempre he vivido palpitando, no he cambiado, tengo 46 años y juego al trompo todos los días. Si no tengo un juguete nuevo, no palpito.

Y el día que suceda, que no tenga mi juguete nuevo, y sucederá, ese día me llevo mis lágrimas, que son mis diamantes. Así si se apagara el color, seguiría mi sueño, pero aún no he recorrido esa montaña. Detrás de esa montaña hay una cama para mí y estoy preparado para ello.

Un desenlace

Nos sorprendió la noche en su rancho El Zopilote. Sin luz, continuaba la declamación. Salimos embriagados de varios alcoholes y de placer. Alejandro Santiago no bajó el ritmo durante las más de 15 horas que duró nuestro encuentro, incluso insistía en continuar la juerga, en no dejar llegar el cansancio del platicadorcito, como siempre se refirió al mezcal.

Lo fuimos a dejar a su casa, a La Telaraña, su madre lo acarreó, a su resguardo. Nos hacía señas de salirse por otra puerta y continuar hablando, “cuando es, es; cuando no, no es”. A hurtadillas retomamos nuestro camino, felices, melancólicos, y al otro día me enteré que encontró rápido el sendero de la parranda, con sus incontables amigos, artistas que lo apoyan en sus labores, a los que andaba llevando y trayendo para que fueran los testigos de su aparentemente inagotable andar.

 

Luis Kelly es un realizador de cine y televisión mexicano, precursor de los canales de transmisión por internet y autor de dos novelas gráficas. Director de Por vivir aquí (1981), Calacán (1987) y Alex Lora: esclavo del rocanrol (2003) e incontables programas de televisión. Como productor su filmografía y videografía es más abundante, abarca varias décadas y varios países. Desde hace varios años construye uno de los documentales más ambiciosos del corpus mexicano, dedicado a la trayectoria de la boxeadora María Villalobos, y se encuentra en la postproducción de No lo Sé, un filme singular, hecho de poco más de 3 mil fotografías fijas.

Elías Razo, profesor desde hace 35 años en diferentes instituciones, como la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, FES Aragón, Universidad Anáhuac y Universidad del Tepeyac, desde hace varios años ha impartido la materia de Educación indígena en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la carrera de Pedagogía.

Escritor, periodista, documentalista, productor de radio y televisión, ha participado en diversas publicaciones y programas de radio y televisión en los que destaca su experiencia en el campo de la historia, literatura y creación de medios audiovisuales. Ha sido colaborador de Radio Educación y Verdeespina studios, entre otros medios públicos y privados. Es miembro emérito del cineclub José Revueltas de la Facultad de Ciencias Políticas.