Hace tiempo, es verdad, que el mundo editorial mexicano no era tocado por un suceso, un algo que a los lectores hiciera suspirar y volver la vista no solamente a brillante literatura devuelta del descuido y la relegación deliberados, sino también devolviera, en desquite sumo, el aliento a esos libros, como objeto preciado ya, gracias al cuidado de Ave Barrera, Clarisa Moura, Ana Paula Dávila, Patricia Zama y Elsa Botello López, alas de esta antología de obras.
Una nueva colección de libros universitarios escritos por mujeres, casi un concepto, surgió el año pasado, y desde entonces ha dado de qué hablar. Aquí se les propuso a las prologuistas de cada uno de los cinco títulos –publicados hasta ahora– suaves y fértiles impresiones sobre aquel texto que con tanto esmero acarician desde su umbral, y que para siempre acompañará su lectura vindicativa.
Para más señas, Socorro Venegas, directora general de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM, introduce a las escritoras que nos concedieron escribir de otras escritoras, mundos en mundos, para invitar a la lectura.
Bailar solo con la música de las palabras, las infinitas, las improbables, las sigilosas. Los cuerpos se mueven en silencio, pero su acto no es silencioso. Es un estallido de memoria, de historias que reclaman su espacio, su voz. Estas ideas las provoca un proyecto dancístico derivado de una colección literaria creada a fines de 2019 en la Dirección General de Publicaciones de la UNAM: su nombre, Vindictas.
Nos propusimos rescatar –o como diría la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero: exhumar– la obra de autoras del siglo XX que fueron excluidas del canon literario por la mirada masculina predominante. Las cinco novelas son El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández; Minotauromaquia, de Tita valencia; De ausencia, de María Luisa Mendoza; La cripta del espejo, de Marcela del Río; y En estado de memoria, de Tununa Mercado. Todas están disponibles para comprarlas o leerlas gratuitamente –mientras dura la emergencia sanitaria por COVID-19– en línea en el portal de libros.unam.mx
Esta colección salió a la luz en un momento en que los movimientos feministas han recuperado una vigencia y fuerza importantes. Muestra de ello es que la primera edición se agotó solo un par de meses después del lanzamiento de Vindictas en la Feria Internacional de Libro Guadalajara de 2019, y hubo que reimprimir en tiempo récord.
Se trata de libros, pero también de historias de vida. De autoras que solo vieron sus libros publicados una vez, para luego atestiguar cómo se perdían en el tiempo, casi como si no hubieran existido. Por eso este esfuerzo de la UNAM las reivindica y al mismo tiempo propicia un diálogo intergeneracional; cada novela es prologada por autoras nacidas en la década de los 80: Ave Barrera, Claudina Domingo, Lola Horner, Jazmina Barrera y Nora de la Cruz emprendieron un viaje por las páginas de las que han llamado “nuestras madres literarias” para encontrar las resonancias y la vigencia absoluta de esos libros en nuestro tiempo.
Ha sido gracias a la visión del escritor Jorge Volpi, coordinador de Difusión Cultural, que Vindictas se ha convertido en inspiración para otras disciplinas artísticas, como la danza. Uno de los proyectos que más me conmueve es el de la coreógrafa Raissa Pomposo, responsable de la Cátedra Extraordinaria Gloria Contreras, quien convocó a cinco bailarinas para bailar al ritmo de la prosa de las autoras de las novelas. En su ascenso, solo las acompaña la música de las palabras, ésas que no podemos permitir que se lleve el viento. Palabras que ejercerán su poder sobre los cuerpos, serán la danza misma.
Hay libros que llegan a nuestra vida en el momento justo. Puede tratarse de un hallazgo fortuito, una recomendación, tal vez sabíamos de su existencia o llevaba años en nuestro librero y por algún motivo no lo habíamos leído. De pronto, como por un extraño acto de magia se produce la coincidencia y al leer nos damos cuenta de que necesitábamos ese libro, que era la pieza faltante de nuestro rompecabezas. Eso fue lo que sentí cuando por fin encontré El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández, en un fondo reservado, en una biblioteca.
Andaba en su busca por la entusiasta y atinada recomendación de una amiga. Era cierto: tenía que leer ese libro. Construir mi propia propuesta narrativa a partir de lo que construyeron otras autoras es sentir un abrazo, un respaldo. Puedo emprender mi propia búsqueda en la escritura a ciegas y con miedo –porque así es siempre–, pero no sola. Trabajar en diálogo con las autoras de Vindictas, con Luisa, con Tita Valencia, leer y releer a las autoras que nos abrieron camino en términos generacionales es descubrir que formamos parte de una red tejida en el tiempo, que tenemos algo que decir, algo que aportar a esa red.
El lugar donde crece la hierba es una novela sobre la experiencia interior: habla del encierro involuntario (muy ad hoc para estos momentos de cuarentena) y de cómo el confinamiento nos obliga a volvernos hacia la reflexión, la memoria, la escritura. La novela muestra la experiencia sensorial de una conciencia que percibe hasta los detalles más nimios y, mientras que el espacio físico la empequeñece, su huida por medio de la escritura la dota de una libertad tan amplia, que logra manifestarse de diferentes maneras.
Se trata de una novela compleja y completa: una mujer es acusada de un crimen y es obligada por su esposo a permanecer encerrada en casa de un amigo. Durante su confinamiento escribe cartas a un antiguo amor, y por medio de esas cartas, que el destinatario jamás recibe, ella encuentra la ruta de escape hacia sí misma, hacia la verdad. La claridad de la trama permite que la prosa profundice en los personajes, en la voz del yo que se devela ante sí, ante los que la rodean y la atrapan.
Es una verdadera fortuna que, gracias a Colección Vindictas, y al interés de Socorro Venegas, este valioso hallazgo llegue a manos de otros lectores, que salga del olvido y resuene hondo su voz en el interior de cada una de nosotras.
Todos hemos sufrido los estragos del poder. Venimos de una realidad desigual que confronta condiciones tales como el nivel socioeconómico, el género, la etnicidad y el lugar de procedencia en un entramado de pérdidas. La distribución piramidal de la autoridad, donde la figura del varón blanco bienpensante posee atribuciones casi ilimitadas para actuar y decidir sobre los cuerpos y voluntades de sus subordinados, es una estructura que apenas comienza a resquebrajarse.
Me considero afortunada de vivir en una época y lugar, y de poseer los recursos necesarios, para escribir desde las grietas que cuestionan estos estratos monolíticos del poder. He tenido la suerte de leer a otras mujeres, el tiempo y la disposición para disfrutarlas. Mi mirada se ha conformado con palabras que me arropan, me dan sentido o plantan preguntas, como semillas, en mi cabeza. Algunas veces, esas palabras forman torrentes que se desbordan con dolorosa y exultante exactitud.
Las de Marcela del Río son ese tipo de palabras. La cripta del espejo, su novela publicada en la colección Vindictas, se compone de varios afluentes conjuntos de personajes periféricos (la esposa, el hijo, la empleada doméstica) que rodean a Federico, diplomático caído en desgracia durante algún punto de los años 70 en el contexto político mexicano. Del Río invita al lector a una serie de zambullidas temerarias en distintas versiones de acontecimientos históricos propios de esas épocas, tales como las dictaduras comunistas, los movimientos estudiantiles del 68 o la crisis de la familia en tanto institución.
Pero La cripta no es un álbum de recortes ni un laberinto. Se trata más bien de una serie de testimonios, de voces tan vivas (todavía) que duelen y a veces molestan. Quisiera que algunos de los personajes fueran más valientes, o estuvieran menos oprimidos por las circunstancias. Siento que se merecen otro mundo, uno en que sus voces puedan fluir con libertad. No está en mis manos proporcionárselos, y entonces sufro con ellos a través de esa prosa multifacética con la que nos sorprende y cuestiona la autora.
Las voces de Cayetana, Martha y Gustavo han echado raíces líquidas en mi memoria; se han convertido en cascadas.
No conocía a Tita Valencia antes de escribir el prólogo a Minotauromaquia. Admiraba a la autora de Minotauromaquia, un libro que transita por desfiladeros y grutas para salir no solo indemne, sino entrañable y vivo, palpitante. Cuando Ave Barrera me preguntó cómo podía localizar a la autora le dije la verdad: “No tengo la más remota idea”. Me gusta que los libros que me apasionan conserven misterios, y uno de ellos es la identidad, la “persona” de sus autores.
Sin embargo, una tarde de agosto de 2019 tuve una sorpresa magnífica. Tita Valencia resultó ser una mujer de bellos ojos hipnotizantes y voz melodiosa que vive la reedición de su magnífica novela con gran curiosidad hacia quienes la leen y con una sabiduría que le permite, en gran medida, desapegarse de lo más superficial del ego autoral, al mismo tiempo que se reúne con nosotros, lectores y colegas, en lo que parece una ola arrebatada que regresara a la playa fresca y clara.
Entre la epifanía, la metáfora y la confesión, Tita Valencia reflexiona acerca de las diferentes capas de las que está compuesto el amor entre una mujer y un hombre; ese amor que nos fue prestado de otras vidas: irreal, ya realizado, pero a la espera de encarnar. La amante lo experimenta como revelación. “¿Por qué, por qué el amor femenino ha de tener por todo sostén tan frías, tan húmedas y tan vastas transparencias?”.
Esa emoción, depositada en la cultura, es superlativa y no admite ni duda ni tibieza: “Yo siempre entendí que la mujer solo es capaz de amar a Dios en su forma viril y humana”. Y, por supuesto, la pérdida del depositario de una emoción tan intensa tiene consecuencias. La prosa de los acontecimientos le muestra a la narradora su lado menos amable. Tras un gran desgaste psicológico, la narradora acepta que el mundo tiene poca paciencia con la mitología y con la literatura: “El error –creo– está en hacer una mística de las relaciones humanas […]. El marido, el amante, la hija te piden ¡te exigen! temperaturas normales”.
Entonces la amante divide su vida en dos: una en la que se dedica a llevar una vida lo más normal posible, mientras en la otra se refugia en el sueño con el deseo de encontrarse con el amado: “Infiltración febril, como la de toda ternura largamente reprimida. Burlando a la vida que no quiso contenernos juntos, me deslizo en ese camastro que contiene con holgura nuestra separación”.
Minotauromaquia es un libro que en un principio puede resultar exigente, pero conforme escuchamos con atención a esta Ariadna/Teseo/Minotaura (trinidad perfecta pues contiene a la doncella, al héroe y al monstruo solitario) entendemos por qué si “se gana la luz desde el infierno, la pureza se gana gruta a gruta”.
María Luisa Mendoza, mejor conocida como La China Mendoza, escribió cuatro guiones cinematográficos, tres novelas, biografías, ocho libros de ensayo, antologías de cuento, y sin embargo era imposible comprar un libro suyo. “Yo no hago juego con nada, ni con los muebles ni con el amor, en realidad soy un gran desperdicio”, dice en una entrevista. Le reprochaba a los literatos no haberla sabido apreciar, a diferencia del gremio de los periodistas. Del periodismo vivió muchísimos años, escribió para revistas y periódicos, fundó El día y Mujer de hoy, e incluso recibió el Premio Nacional de Periodismo por sus Crónicas de Chile. […]
Todo apunta, no obstante, a que la literatura era su gran amor, un amor no del todo correspondido. En el periodismo, contaba, tuvo que aprender la claridad, la concisión. Tuvo que refrenar las oleadas de palabras que se desbordan en la prosa de su ficción, un torrente neobarroco que se deleita en el léxico coloquial, del campo y de la ciudad, en palabras como retache y tarugada y soponcio, o en frases como “¿En qué piensas, reina, tan allí traspasada por calladurías?”. “El más sabroso castellano”, así lo describe un personaje de De Ausencia. De todos los personajes que había inventado, la protagonista de esta novela, Ausencia Bautista Lumbres, era su favorito. Tanto la quería, que le dio ese mismo nombre a una perra suya.
Las librerías están inundadas de novelas que narran un sinnúmero de fantasías masculinas de todo tipo, pero las hay pocas como De Ausencia, que da voz a las fantasías sexuales y vitales más extravagantes de una mujer. Ausencia es puro placer y aunque sufre mucho nunca deja de ser principalmente una gozadora: una mujer hermosa, millonaria, que no envejece.
La China dice en una entrevista que en su literatura no hay humor, a diferencia de su plática –que cuando no era graciosa era hilarante–, pero a mí me parece que también esto lo dice en broma. Sus descripciones, sus personajes y situaciones son hiperbólicos, muchas veces irónicos y escandalosos, y su prosa está llena de frases de este tipo: “Más fallido que un montañista asmático”. De Ausencia se lee entre risas.
El humor en este libro es parte del gozo pantagruélico, que Rabelais habría podido escribir solo si hubiera sido mujer. Al humor se le suman la opulencia y el sexo; en particular este último, que es lo que más le gusta a Ausencia. El sexo está descrito desde una óptica femenina que subraya la sensualidad y el disfrute, sin dejar de lado la ironía: “Todas las mujeres nos echamos a la cama con la facilidad que los hombres proclaman pero no les consta. Nos gusta sentirlos aquí abajo ¡ah, cómo me gusta!, pero no pasa de eso, un hacer lo que corresponde a quien así lo ha decidido”. […]
Espero que este libro llegue a muchísimas manos, a todas las que no alcanzó en los años que estuvo sin reimprimirse. Espero que honre la memoria de Ausencia, una mujer demasiado viva […] para su tiempo, demasiado estridente, sexual e indómita para el machismo flagrante de su época.
El nombre de Tununa Mercado me fue revelado como un secreto: entre los comentarios habituales sobre los autores más o menos canónicos, un profesor nos habló de “Ver”, relato inusitado en el que el deseo femenino va impregnando -la realidad, la calle, los muros, la ventana, el teléfono- hasta que la imaginación se enciende y lo incendia todo. […] Un rastro de migas seguí con ávida paciencia hasta que finalmente encontré un ejemplar de En estado de memoria. Mi asombro fue aún mayor, no solo por la obra que leía, sino porque no comprendía cómo es que una autora de esa magnitud hubiera pasado casi inadvertida en el rostro del continente […].
En estado de memoria es, junto con La letra de lo mínimo, el peculiar núcleo de una producción predominantemente narrativa y orientada a la ficción, pero enfocada en la observación minuciosa de la realidad […]. Compuesto por 16 secciones y narrado en primera persona, el libro cuenta muchas historias para crear, por acumulación, una observación íntima del exilio como experiencia ontológica más que biográfica […].
A lo largo del libro, como en una sinfonía, o como en nuestra propia memoria, se suceden y conectan distintos leitmotivs: el estrecho vínculo entre el cuerpo y la mente –o, más precisamente, las emociones–; el presente como una especie de re-enactment infinito de recuerdos sobrepuestos y aleatorios; la poca compasión que muestran los grandes sistemas (sociales, políticos o ideológicos) ante la individualidad, entendida por ellos como anomalía; y, sobre todo, el trauma del exilio que va mucho más allá de la violencia y la precariedad: la escisión permanente en la conciencia del individuo, que no se reconoce en él mismo ni encuentra su sitio en donde está, pero tampoco en el lugar del que se ha ido. […]
Recordar lo nimio es encontrar el sentido individual en medio de la vorágine que intenta arrebatárnoslo; por eso las reuniones extensas y vehementes que los exiliados celebraron durante años para discutir, desde México, la situación argentina, aunque no tuvieran efectos materiales concretos, no eran fútiles. La narradora explica: “discutir, disentir, sospechar, era el modo de hacer un país de ese limbo […] y la misión no admitía límites temporales”. Por ello, una nueva lectura de esta novela no solo es afortunada sino necesaria, sobre todo en una época de movilidades forzadas por la guerra, la violencia y la precariedad. Nadie tiene garantizada la solidez de una casa, por el contrario, la biografía humana está hecha cada vez más de itinerancias, migraciones, mudanzas e incertidumbre. Limbos de los que hay que hacer patria.